Si uno mira hacia su niñez, podía haberlo predicho.
Si uno hubiera sido sincero con sus propias posibilidades, podía saber que no iba a ser astronauta. Por más que de chico improvisara trajes espaciales con bolsas de náilon y escafandras con cajas de galletitas.
Hoy uno está seguro de que la participación en esas competencias de karting a rulemanes no hacían temblar a un joven Schumacher que en el otro lado del mundo ya se entrenaba con autos de verdad.
Las incursiones en el fútbol, como arquero del equipo de la cuadra, sólo sirvieron para que los delanteros rivales vieran estimulada su vocación de goleadores.
Aunque en cuarto grado jugaba a la guerra y yo era el médico de batalla, porque una tía me había comprado un casco con una cruz roja, nunca podría haber sido médico ni militar ni ambas cosas. A decir verdad cuando era chico no me preguntaba qué quería ser cuando fuera grande. Esa era una pregunta estúpida de parientes que me visitaban poco y creían que era de buena educación incomodar al sobrino segundo. Mi respuesta, siempre improvisada, fluctuaba entre albañil y arquitecto, o entre jardinero e ingeniero agrónomo. Yo sabía que los albañiles construían casas, pero mi mamá decía que el arquitecto ganaba más dinero haciendo lo mismo, aunque no me podía explicar por qué. Yo veía al jardinero del edificio que tenía una profesión apasionante y me mostraba cómo hacer injertos de rosa y cómo trasplantar orejas de elefante. Pero mi papá, viendo mi entusiasmo con la jardinería, decía que lo mejor era ser ingeniero agrónomo. Ahora lo sé: él temía que terminara como Don Oviedo, que venía a trabajar al jardín del edificio en una bicicleta miserable, se tragaba las eses, era negro, usaba bigotito, y había sido sospechado de pedofilia.
Pero ahora uno sabe cómo son y cómo hubieran sido las cosas.
Parecía obvio (ahora es obvio, si lo miro hacia atrás) que yo no iba a ser modelo, ni deportista, ni fisicoculturista. Era muy flaco, y mi asma no me permitía correr más de tres metros sin agitarme. A los diez años uno piensa que el cuerpo puede cambiar y que del gusano todavía puede salir la mariposa. Ahora uno sabe que si eres feo a los cinco años, serás feo a los treinta. Gordito y objeto de burlas de niño, obeso y objeto del humor negro de adulto. Rubiecita con rulos malcriada a los ocho años, platinada con planchita y mucha plata a los treinta. Violinista a los cinco, panadero a los treinta. Pintor a los cinco, panadero a los treinta. Poeta a los siete, panadero a los treinta. Y si a los cinco tus compañeras del jardín babean y te mandan papelitos con corazones, a los treinta tendrás una doble o triple vida y tu esposa encontrará entre lágrimas la carta delatora. Pero a los diez años uno no lo sabe; a esa edad todavía se cree en los milagros. Todavía se cree que la vida guarda esos giros fascinantes. Por ahí mañana me crecen los músculos y Natalia Frapolli se enamora de mí en lugar de salir con mi amigo Nahuel. Hoy tengo treinta y dos años y todavía espero esos dos milagros (los músculos y el amor de Natalia), aunque el primero de ellos con un poco de recelo.
Pero, ¿qué más sabe hoy uno de uno mismo?
Hoy soy profesor de filosofía y soy disc jockey. Nada en mi tierna infancia hacía presagiar cualquiera de estos dos trabajos, y mucho menos su absurda conjunción. Se suele ser (supongamos) profesor y escritor o conferencista, o disc jockey y músico o locutor de cabaret. Pero no disc jockey y profesor de filosofía. Esta conjunción me ha llevado a tratar a la vez con Immanuel Kant y con Los Pibes Chorros. Ambos son igualmente importantes para mis trabajos, aunque difícilmente los puedo hacer dialogar. Me imagino a mí mismo, a los siete u ocho años mirando al que soy ahora. El yo de los ocho años pondría una cara de disgusto por ser profesor, y se entusiasmaría con lo de disc jockey aunque no supiera muy bien de qué se trata. O quizás no le importaría lo que ve; después de todo a los ocho años los treinta parecen una edad imposible, una edad de otros. A los ocho siempre son otros los que tienen treinta. Y ese “siempre” es “siempre”, no es una cuestión de paso del tiempo. El reloj y el calendario sólo sirven para contar períodos que van entre las clases de la escuela y el juego con los amigos, las vacaciones en la pileta o la mancha escondida. El paso del tiempo no mide que a los ocho faltan veintidós para los treinta o parecidas monstruosidades matemáticas. A los ocho se tienen siempre ocho años y ninguna cosa es más inexorable que el presente.
Pero hoy uno sabe no sólo qué profesiones no podría elegir. También sabe cosas acerca de su propia historia negra.
Hace poco vi en el noticiero el caso de un presunto violador, quien aparentemente abusaba de mujeres jóvenes, de noche, por un paso a nivel, y que fue absuelto. Instintivamente pensé que el violador era inocente. Aunque no estuve muy conforme con mi prejuicio, pensé enseguida por qué me puse de parte del violador y no de parte de las víctimas. Lo que descubrí de mí mismo me sorprendió. En realidad yo no pensaba que el violador fuera inocente; lo que pasaba era que podía ponerme en su lugar y podía entender la mente de un violador. Era absurdo, claro. Pero entendí que el violador quería tener un genuino contacto con sus víctimas. Pensé: él hubiera querido conocer a sus forzadas amantes; hubiera querido invitarlas, supongamos, primero a cenar y luego a tener sexo, como lo haría cualquier adulto. Pero no sabe cómo o sabe de antemano que le dirán que no y sólo se siente seguro en la oscuridad de las vías. En lugar de invitar a jóvenes a su departamento, las invita al descampado entre los trenes y los fondos de las casas. Las jóvenes dicen que no quieren pero insisten en provocarlo, en pasar por ahí de noche. Y si pasan por su casa de noche, es porque quieren tener sexo. No hay otra cuenta; no hay otro cálculo posible. Es sencillo entender el sentimiento del violador: sólo quiere que una hembra acepte su vida, que lo acompañe de buen gusto a su lóbrega madriguera sexual en el descampado ferroviario.
Todo esto era fantasía; yo no sé qué pasó por la cabeza del violador. Pero esta elucubración me dijo algo: yo podría haber sido violador.
Y a esto quería llegar. Cuando de chico te preguntan “¿qué querés ser cuando seas grande?”, no esperan que les cuentes la historia negra. El asesino (quizás) no pensaba en ser asesino cuando era chico. El estafador tampoco. Pero sin embargo hay algo (dicen los psicólogos) en la infancia que, así como puede llevarte a ser arquitecto o ingeniero agrónomo, puede llevarte también a ser asesino, violador, estafador, asaltante, jugador empedernido o adicto a la heroína.
De los múltiples destinos de mi historia negra, yo podría haber sido violador. Esto me inquieta, porque violador todavía se puede ser. No es, digamos, un camino cerrado como el de astronauta o bailarín de ballet. No puedo imaginar qué resortes tienen que dispararse para que yo desee violar a alguien y para que lleve a cabo la violación. Pero sé que puedo imaginarme como violador. Pongamos otro caso de historia negra. ¿Estafador? No, un estafador es demasiado ingenioso, demasiado sádico para que yo pueda imaginar cómo actúa. ¿Asaltante? No, no puedo ponerme en su piel. El robo del siglo del banco de Acasusso es para mí una actividad incomprensible como la mecánica cuántica. Eso sí, puedo imaginarme como adicto a las drogas o como jugador empedernido. Esa es otra puerta que puede abrirse cuando menos lo espero.
Voy a hacer una aclaración con tintes moralistas: no estoy diciendo que quiero salir a violar pero reprimo mis deseos o me falta voluntad. Tampoco digo, en contrapartida, que soy incapaz de cometer un asesinato o de realizar alguna estafa, aunque me resulte imposible ponerme en la piel de un asesino o de un estafador. Sólo estoy diciendo que, quizás, en mi ya lejana adolescencia, yo podría haber elegido entre muchos caminos y tomé este que, por azar o por designio divino o diabólico, fue bastante aceptable (para mí, claro).
Supongamos que a los dieciséis años, cuando todo está por decidir, yo no hubiera pensado en ser profesor de filosofía ni disc jockey. Supongamos que yo abandonaba la escuela, me iba de casa, tomaba mucho alcohol, cambiaba a mis amigos por compañeros ocasionales y tal vez probaba las primeras drogas. ¿Cuál iba a ser el paso natural en esa circunstancia? Ahora lo sé: violador. No ladrón, no asesino: en todo caso, ladrón por necesidad y asesino ocasional, pero violador de profesión. Puedo incluso imaginar el resentimiento que tenía en aquella época porque las mujeres no querían saber nada conmigo. Y puedo imaginarme al acecho en algún lugar casi selvático, a la espera de mi víctima femenina, joven y desprevenida, con quien ejecutaría mi acto de justicia universal. No es una imagen que me agrade, o que acepte como propia. Pero me resulta tan fácil imaginarlo que, quizás, era un destino posible.
Ahora que lo pienso: puedo representarme como violador y como jugador empedernido. Pero no puedo representarme como lo que soy, como un profesor de filosofía y disc jockey. Quizás porque lo que se es, aunque sea un destino elegido y trabajado con empeño, tiene toda la apariencia de una predestinación forzosa. Y la vida de cualquier otro, o cualquier otra vida imposible, son siempre más atractivas que este yo insípido que pasa sus horas entre Kant y los Pibes Chorros, que es siempre el que es y que hace siempre lo que hace. En otra vida, mucho mejor que esta, soy el novio musculoso de Natalia Frapolli, soy astronauta y soy violador.